Por Miguel Ángel Rodríguez Mackay
Hoy se cumplen 30 años de la dación de la histórica Convención Internacional sobre los Derechos del Niño adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, mediante la Resolución 44/25 del 20 de noviembre de 1989. Con ese motivo, se superpone en nuestra reflexión la llamada de atención sobre la eficacia de la acción del Estado en favor de una efectiva protección de los menores de edad, la población humana más vulnerable del planeta. Como pocos tratados, por su envergadura, entró en vigor tan solo 10 meses después de que fuera abierta a la firma, el 2 de setiembre de 1990 (Artículo 49° de la Convención). Es el mayor instrumento internacional que regula de manera comprehensiva y totalizadora los derechos intrínsecos de los más de 2200 millones de menores de edad que hay en los cinco continentes.
Los niños son la máxima alegría de los hogares y por su notoria naturaleza de indefensión, el Estado está obligado a garantizar que puedan lograr su pleno desarrollo. La propia Convención ha establecido principios rectores en este propósito que son la no discriminación, el interés superior del niño, su derecho a la supervivencia y el desarrollo, y su derecho a la participación. No perdamos de vista que los niños vienen al mundo para ser felices, y es deber de los padres y del Estado garantizar que sus vidas estén determinadas por el juego y el estudio. Lamentablemente, la realidad nos sigue mostrando lo contrario y las cifras del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) son trágicas. Muchos niños mueren por los conflictos o la miseria, es decir, sus vidas están atravesadas por la violencia y la pobreza. En el Perú son 6.9 millones y cerca del 60% son víctimas del castigo físico o de tratos humillantes; además, una desgracia completa que el 41% de padres de familia peruanos reconoce que castiga a sus hijos con golpes y que en el 38% de los colegios estatales del país -como en mis tiempos escolares- todavía se castiga físicamente a los alumnos. Una razón muy poderosa para decidir invertir, como en los países desarrollados y sin miedo, el 11% o 12% del presupuesto nacional en educación.
Fuente: Correo