Por: Luis Miguel Castilla (Exministro de Economía)
Tras días de paro agrario y convulsión social, el Congreso derogó la Ley de Promoción Agraria (LPA) y el Ejecutivo promulgó rápidamente esta medida con miras a aquietar las aguas (al menos momentáneamente) y dar pie a una comisión legislativa que plantee un nuevo régimen promotor agrario. La derogación de dicho régimen tras dos décadas de vigencia (y una prórroga el 2019 que otorgaba beneficios laborales a los trabajadores de la agroindustria similares a los de la Ley General del Trabajo) no solo ha carecido de una evaluación técnica, sino que responde a móviles políticos desestabilizadores, situación que introduce un peligroso precedente en el país.
Ciertamente, había la necesidad de reforzar la fiscalización laboral y regular los servicios de intermediación laboral para evitar abusos; sin embargo, la decisión adoptada por el Congreso hará mucho más difícil la imperiosa necesidad de reformar la legislación laboral con miras a atacar la elevadísima informalidad laboral en nuestro país, situación que es prevalente en las zonas rurales. De otro lado, se ha demostrado claramente que la presión de los bloqueos y la violencia es efectiva para lograr revertir leyes y regulaciones sin medir el perjuicio que puede causar para la economía. Los recientes acontecimientos confirman que conviviremos con un Gobierno débil asediado por un Congreso que se cree empoderado y que marcará la pauta de nuestro devenir los próximos meses.
Contrario a lo sostenido por la mayor parte de los políticos, la LPA logró mejorar los ingresos de 880 mil trabajadores formales (entre directos e indirectos) en el sector agroexportador. Durante el periodo de vigencia de este régimen, según la Encuesta Nacional de Hogares, la tasa de formalidad se incrementó en 10.7 puntos porcentuales en el periodo 2004-2019, pasando de 16.1% en 2004 a 26.8% en 2019, siendo este incremento ligeramente superior al registrado a nivel nacional.
Por su parte, el incremento en la tasa de formalidad ha sido mayor en la costa, pasando de 24.8% en 2004 a 47.8% en 2019, donde se concentra la actividad agroindustrial. La aplicación de este régimen especial logró asegurar un empleo con derechos laborales ajustados a la estacionalidad de la actividad agroindustrial. De hecho, la necesidad de contar con mano para la agroindustria explica en gran medida los patrones de migración interna desde la sierra a la costa de trabajadores para acceder a empleos estacionales y temporales para la cosecha, y contribuyó al pleno empleo en la mayoría de los valles costeros.
Esto quizás explique la relativa paz social que había caracterizado al sector, ya que, según el último reporte la Defensoría del Pueblo, se registró solo un conflicto en el sector agroindustrial (antes del paro agrario),comparado con 84 conflictos en el sector de minería e hidrocarburos.
De hecho, aún por resolver están los conflictos en el corredor minero y los reclamos de los trabajadores de La Oroya, y la manera de encararlos probablemente aumente la percepción de falta de orden y autoridad en el país. La conflictividad social y la limitada capacidad gubernamental de encararla podrían entorpecer la incipiente recuperación de la economía nacional. Recordemos que el desempeño de los sectores primarios (minería y agroindustria) ha sido clave para mitigar la severa recesión durante la pandemia y son la principal fuente de divisas del país.
Más allá de la coyuntura, este reciente episodio refleja la dificultad que enfrentará cualquier intento por formalizar nuestra economía. Aun cuando no es el único frente, es evidente que no será posible revertir la elevada informalidad laboral si se persiste en mantener la rigidez que caracteriza a la Ley General del Trabajo. Desde el punto de vista de la empresa, los costos no salariales son los que están más asociados con la informalidad. Según el BID, el Perú muestra los costos no salariales más elevados de América Latina, 70%, comparados con el promedio regional de 48%.
Es innegable que esta rigidez claramente desincentiva la contratación formal de trabajadores en el régimen general, y la derogación de la LPA constituye un claro retroceso en esta urgente agenda pendiente. La rigidez laboral impone un claro techo al crecimiento de las empresas y la productividad en el Perú.
Es poco probable que la recientemente creada comisión logre establecer un régimen realmente promotor si persiste en imponer un rígido marco legal laboral que no se ajuste a la naturaleza del ciclo productivo agrario. Si se pretende mejorar la calidad de vida de los millones de agricultores del país, los esfuerzos de las autoridades deberán enfocarse en mejorar las condiciones del pequeño agricultor a través de la provisión de infraestructura de riesgo, extensión e innovación agrícola, asociatividad y financiamiento. Según el INEI, el empleo adecuado en las zonas rurales es de solo 25% (comparado con 65% en las zonas urbanas) y predomina el subempleo por ingresos (73.1%). Reducir la precariedad laboral en las zonas rurales es una tarea fundamental debido a que casi el 99% de las microempresas agropecuarias es informal y tiene un ingreso promedio mensual de un trabajador cinco veces menor en comparación con un trabajador formal.
La derogación de la LPA no ataca el problema de fondo, que es la persistente precariedad de la agricultura en las zonas rurales, especialmente en la sierra de nuestro país. Es lamentable que los políticos petardeen uno de los sectores más exitosos de nuestra economía y sean indiferentes a la informalidad y precariedad que sus acciones tenderán a perpetuar.
Fuente: Gestión