Por: Marianella Ledesma Narváez, Presidenta del Tribunal Constitucional.
El imperio de la Constitución y de la ley y los papeles jurídico y ético, fundamentales del Estado de derecho, son los valores que el Tribunal Constitucional cautelará por encima de cualquier otro interés en los meses que restan para las celebraciones del bicentenario.
Empezamos un nuevo tiempo, un nuevo año, marcado por un hecho de gran significado, como es celebrar este 2021, el año del Bicentenario de nuestra Independencia Nacional.
Desde que nos constituimos como una República en 1821 hasta la fecha, la vida política y social del país ha estado ordenada e influenciada por el contenido de nuestras Constituciones. Y es importante resaltar esto porque no hay Constitución sin ciudadanía activa, ni ciudadanía activa sin Constitución.
Sin embargo, debo manifestar que, desde una perspectiva simplista y errónea, a veces se piensa que la Constitución es algo así como una utopía inerme. “Utopía”, porque es representativa de un conjunto de ideales, de aspiraciones de imposible realización. E “inerme”, porque se asume que la Constitución es solo un libro estático, muerto, incapaz de cambiar, de transformar a partir de ella, una sociedad.
Como magistrada y presidenta del Tribunal Constitucional (TC), considero que no se puede aceptar esta perspectiva simplista. Una Constitución es un instrumento que tiene hoy fuerza vinculante, además de la capacidad de actualizarse por medio de sus diversos intérpretes.
Cuando una sociedad se identifica con los valores que los derechos humanos representan, la Constitución se imbrica en la realidad y, por intermedio de su dinámica, la transforma para adecuarla a la justicia que la defensa de la dignidad humana exige. Hay pues una relación simbiótica entre una Constitución y la sociedad que rige.
Ciertamente, la Constitución, en tanto norma jurídica fundamental, determina los límites de los actos sociales, pero también es verdad que la propia Constitución renueva su legitimidad cada vez que las generaciones de la sociedad perciben que se protegen sus derechos y se controla el poder.
El servicio público es uno de los puentes fundamentales para el tránsito de la axiología de la Constitución a la realidad. Sin su actuar comprometido, hay peligro de que nuestra Constitución pueda resultar herida de muerte. Y ese compromiso solo existe si somos conscientes de que la eficiente atención a la ciudadanía es el punto angular para su actuación.
El reto fundamental de un Estado constitucional, comprometido con la dignidad humana, consiste no solo en no limitar arbitrariamente la libertad de la persona, sino también en adoptar medidas y políticas para promover que todo ser humano pueda construir su proyecto de vida, es decir, que pueda realizar el sentido positivo de su libertad.
Tengo la certeza de que solo así el Estado muestra un compromiso con la construcción de ciudadanía; es decir, una civitas conformada por miembros de una comunidad libre y organizada que, con el principio de igualdad de oportunidades, desarrollan el sentido de su existencia, presididos por un marco de valores en el que encuentran espacio tanto derechos como obligaciones.
Administración pública
Desde luego que en una democracia constitucional deben existir gobernantes y gobernados, pero estos sectores de la sociedad organizada no pueden ser apreciados como compartimentos estancos, esto es, como elementos disociados entre sí, en donde solo los primeros son los protagonistas en el ejercicio del poder, y los segundos son meros receptores pasivos de las decisiones estatales, pudiendo participar solo por medio del derecho de voto cada cierto tiempo.
Me parece que ese enfoque pierde toda la perspectiva acerca de la razón de la existencia de un Estado constitucional; pierde de perspectiva el fin supremo de la sociedad y del Estado reconocido en el artículo 1° de la Constitución. En efecto, si este fin supremo consiste en la defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad, y el artículo 45° de la Constitución establece que el poder del Estado emana del pueblo, me pregunto: ¿es válida una gestión pública sin la participación de una ciudadanía activa?, ¿es válida una gestión pública sin hacer de la persona humana el centro neurálgico de su atención? Evidentemente, la respuesta es negativa.
Y en esa línea de pensamiento, permítame citar a Norberto Bobbio, quien sostenía que la democracia del Estado constitucional podía ser definida como el “gobierno de lo público en público”. Bobbio no estaba haciendo alusión solo a la plena transparencia y apertura que debe caracterizar al quehacer de la gestión estatal, sino también a la necesidad de que cada miembro de la sociedad tenga la oportunidad de participar activa y empoderadamente en el control de la cosa pública.
Desde luego, esto no significa confundir nuestra democracia representativa con una democracia plebiscitaria, pero sí significa el deber de que, mediante el servicio púbico, se institucionalice la libertad positiva de la ciudadanía haciéndola partícipe, por medio de los cauces correspondientes, del control de la información pública, en general, y de aquella que le concierne directamente, en particular.
A partir de ello, hay preguntas muy concretas cargadas de axiología que es fundamental que el funcionariado público se planteé al momento de estructurar el diseño de su política pública. Algunas de ellas bien pueden ser las siguientes: ¿una persona es realmente dueña de su libertad si encuentra limitaciones arbitrarias para acceder a la información que posee la administración pública?
Me pregunto ¿soy una persona con plena realización de mi libertad si al momento de interactuar con mi Estado, este me exige comunicarme en un idioma que no es el mío?, ¿una persona es realmente autónoma si, poseyendo algún tipo de diferencias –física o mental–, no encuentra un sistema de apoyos y de medidas de adecuación que faciliten el contacto con el servicio público?, ¿mi libertad encuentra pleno despliegue si el aparato estatal se adueña de mi tiempo al atenderme sin eficiencia?
Desde estas interrogantes, la administración pública debe comprender que tiene la obligación de contribuir decididamente al aminoramiento de las brechas que existen entre los seres humanos, consolidando una ciudadanía con plena igualdad de oportunidades, más allá de las diferencias entre los individuos.
Así las cosas, el TC debe adecuar su estructura y el ejercicio de sus funciones con el objetivo de convertirse en un modelo de optimización de los derechos de los ciudadanos. Y este objetivo debe desplegarse con toda nitidez tanto en el ámbito jurisdiccional como en el ámbito administrativo. Por ello, al empezar el 2021, el TC pondrá mayor hincapié en el destinatario final de nuestro servicio, como es el ciudadano, con la premisa de que hay que acercar el servicio estatal hacia los ciudadanos.
Fuente: El Peruano