Por: Jordi Nieva-Fenoll (Catedrático de Derecho Procesal en Universitat de Barcelona)
Don McLean habló en su conocida canción American Pie del “día en que murió la música”, al final de la primera estrofa de su canción. Cuentan que posiblemente se estaba refiriendo al accidente de avión que en 1959 mató a varios músicos muy conocidos, entre ellos Buddy Holly y Ritchie Valens. Aún no estábamos repuestos del repentino fallecimiento de Vicente Gimeno Sendra hace pocos días cuando esta mañana se ha conocido la desaparición de Michele Taruffo. Sin duda, este año nos ha dejado una parte demasiado relevante de esa generación de la posguerra del procesalismo. No sé si podrá hablarse de 2020 como el año en que murió el Derecho Procesal, pero mi pesar al escribir estas líneas recoge realmente ese sentimiento.
Michele no fue una persona cualquiera, sino alguien que merecía incuestionablemente el calificativo de excepcional. No solamente tiene una vastísima obra escrita, sino que ha cambiado la historia del Derecho Procesal con sus estudios sobre la prueba, el juicio jurisdiccional y el recurso de casación sobre todo, sin descuidar la atención que le dedicó a otros frentes como el del principio dispositivo, los procesos colectivos y hasta la inteligencia artificial. Le obsesionaba la decisión judicial como buen filósofo que era, aparte de procesalista, y aplicó los parámetros de la epistemología particularmente al juicio menos estudiado de todos: el juicio de hecho.
No nos enseñó poco. Nos hizo comprender la complejidad extraordinaria de ese juicio que tantos procesalistas anteriores a él prácticamente habían abandonado a la intuición del juez, al secundum conscientiam, o a las máximas de experiencia, ese “insieme caotico e indeterminato”, como él lo definió. Taruffo describió el modo en que el juez escoge los indicios para construir debidamente sus inferencias, la forma en que se elaboran y la potencialidad de cada resultado probatorio. No descuidó seguir la estela de Calamandrei en aquel inolvidable “la genesi logica della sentenza civile” que él citaba a menudo, y les contó a los jueces de medio mundo, en Europa, América y Asia, cómo se realiza la labor de enjuiciamiento. Por eso fue un gran detractor del jurado pese a ser una persona muy progresista, porque era muy consciente de la dificultad extrema del enjuiciamiento sobre los hechos, no apto para aficionados por mejor voluntad que le pongan. Explicó perfectamente cómo hay que motivar una sentencia y sobre todo para qué sirve que los tribunales expliquen sus razones, ilustrándonos sobre la función endoprocesal y extraprocesal de la motivación, doctrina que, como tantas otras, lleva su nombre.
Pero no se quedó ahí. Conocía perfectamente el drama de la sobrecarga de los tribunales supremos y por ello, después de haber hecho un estudio comparado exhaustivo de sus diferentes tipos, concluyó que esos tribunales eran una especie de vértice ambiguo que debía ser concretado en un control razonable –no abusivo ni abúlico, como suele ser el caso– del volumen de asuntos, a fin de que la jurisprudencia pudiera cumplir su valor ejemplificador.
Enseñó una pauta de investigación infalible: el estudio de la historia y del Derecho comparado como previo a cualquier análisis. Y no tuvo jamás opiniones cerradas. No tenía el más mínimo inconveniente en decir con serena contundencia “sbaglia” para referirse a la opinión de un colega que consideraba errada, tras lo cual hacía una completa exposición de los motivos por los que así lo creía, a veces incluso enumerando –y numerando– las razones con impía ironía. Pero con esa misma contundencia era capaz de decir que se había equivocado él mismo, o que había cambiado de opinión. Citaba a menudo la frase de Umberto Eco –a quien conoció– “sólo los estúpidos no cambian nunca de opinión”. Y le gustaba reconocer esos cambios, que veía derechamente como evoluciones lógicas en la ciencia. Lo hizo oralmente y por escrito, la última vez en la introducción del libro Contra la carga de la prueba de Jordi Ferrer, de Leandro Giannini y también de mi autoría. De hecho, él fue el autor exclusivo de ese título tan sumamente provocativo que, como él anunció “farà rumore”. Y ciertamente no se equivocó.
De hecho, se equivocaba muy pocas veces, no sólo en materia procesal, sino en sus juicios sobre la vida. A todos los que fuimos sus amigos –y vuelvo a citar en España y en primer lugar a Jordi Ferrer– nos enseñó que la ciencia no sólo no es incompatible con pasar un buen rato, sino que es obligado buscar esos encuentros y situaciones lúdicas. Era, por ello, un grandísimo conversador. Explicaba con un orgullo impresionante sus orígenes humildes y su acceso a la Universidad, su estrecha y correctísima relación con Vittorio Denti y cómo su maestro, con una increíble minuciosidad, le había llevado a superarse y llegar a ser el auténtico genio jurídico que sin duda fue. También contaba mucho de sus reuniones y conversaciones con Jerzy Wróblewski, y de cómo había llegado a un logro que poquísimos autores europeos han conocido solamente por los méritos de su propia obra: ser reconocido en EEUU, donde pese a las simpatías de todo tipo que le provocaba su entorno científico, rehusó ser profesor. De hecho contribuyó, junto con Damaška, a corregir buena parte de los erróneos prejuicios de la doctrina estadounidense sobre los sistemas procesales europeos. De esa etapa es también su fructífera colaboración con Hazard y aquellos “principles” que tanto han contribuído a crear puentes entre la doctrina de uno y otro lado del mundo.
Pero como digo, todo lo que había hecho tenía una parte personal, de diversión, de relajación con los colegas y amigos en encuentros gastronómicos, tertulias y viajes, muchísimos viajes, lejanos, agotadores y a veces peligrosos, en los que se iban gestando todas esas ideas. Todo ello era necesario para producir la complicidad humana que genera la ciencia. Todos recordamos la voz grave de Michele contando como sólo él sabía historias de aquellos viajes, a veces inverosímiles, pero que siempre descubrían un lugar interesante, una cultura a conocer, un paisaje que visitar o un manjar gastronómico que degustar. Amaba la ficción, y es sorprendente que no se dedicara a escribirla porque tenía ese don que poseen muy pocos novelistas: ser interesante. Lo subrayo; no atrapar o enganchar al lector, sino ser interesante. Siempre priorizaba la belleza del relato. Sabía que estaba pasando un buen rato con unos amigos, y eso era lo único importante.
Las ideas de Taruffo, por tanto, se han irradiado por todo el mundo. Además de los directos en Italia, tiene multitud de discípulos que ni siquiera conoció, pero que siguen sus ideas y hasta las copian sin citarle, cosa que le preocupaba más bien poco, porque como una vez hablé con él, era obvio que a él se le iban a ocurrir muchas más ideas en el futuro. Maximiliano Aramburo, el compilador y más brillante completo comentarista de su obra, le reprochó algunas veces que no podía completar su trabajo porque Michele nunca dejaba de escribir, lo que él contaba siempre entre risas. Alguna vez, muy al final de su vida, pensó en dejar de trabajar, mermado por problemas de salud que nunca quiso tener en cuenta. Pero nunca lo hizo. Trabajó hasta el final, porque le divertía extraordinariamente con su desbordante creatividad de la que nos hemos beneficiado toda la humanidad.
Pero también sabía descansar. Tuve la suerte de ser invitado por él y su esposa Cristina a su casa en Ceará –Brasil–, que es un auténtico paraíso literalmente a las orillas del mar. Desde el precioso jardín de su casa, en el porche, se divisaba el mar. Nunca lo olvidaré recostado en su hamaca, disfrutando del viento del trópico, con un libro cerrado sobre su regazo, mirando fija y relajadamente al infinito durante mucho, mucho tiempo, con expresión de satisfacción. Sabía probablemente que pronto se reuniría con los elementos inanimados de la naturaleza que observaba, mientras pensaba en pasajes de su propia vida y saboreaba los recuerdos.
He tenido, para mi enorme fortuna y por su generosidad, muchas vivencias con Michele Taruffo, todas amables, divertidas o expresivas de un sentimiento de justicia que defendía con la vehemencia de los gestos y las palabras cuando era necesario. Captaba muy rápidamente la descompensación en las situaciones y no permitía que esa injusticia se apoderara de las personas en situaciones que él podía controlar. Le debe mucho la ciencia, pero le deben aún más las personas que tuvimos la fortuna de encontrarnos con él.