Wilber Huacasi
Enviado especial a San Marcos.
Martina extiende un dedo pulgar hacia sus ojos y enjuga unas lágrimas. Lleva trece días en la cárcel y le cuesta acostumbrarse a este reducido espacio de rejas y alambres con púas. Martina teje. Algunas agentes de seguridad se acercan y elogian un tapete amarillo elaborado por ella. Hay un ambiente de solidaridad en medio del desamparo.
Es domingo de visita en el penal de Huacariz (Cajamarca). Los ojos de Martina se vuelven a humedecer, reconoce que le cuesta aceptar que estará en esta cárcel durante 30 años tan solo por exigir justicia para una niña violada y asesinada. No entiende por qué, dice, si ella no participó en el secuestro de la jueza. Dice no entender por qué solo ella “si la protesta fue de todo el pueblo”.
La historia de Martina resume la marcha de la justicia en el país. Es la falta de dinero de gente pobre que termina mal asesorada por abogados de oficio del Estado. Son las incoherencias de un Código Penal que no es corregido por el Congreso. Es la falta de confianza en las instituciones que administran justicia. Es todo eso, y más.
Esa carencia de confianza en la justicia es la que llevó a los pobladores de la provincia de San Marcos (Cajamarca) a protestar una noche de agosto del 2007, cuando se enteraron de que el Poder Judicial le impondría una sentencia benigna al violador y asesino de una niña.
CRUEL CRIMEN
El 24 de agosto del 2007, la pequeña Elsa Calderón Dávila salió de su casa rodeada de chacras rumbo a la escuela en San Marcos. Tenía 10 años y era la última de seis hermanos. Cursaba el quinto grado. Turno tarde. Era brigadier y llevaba consigo el cordón distintivo.
Fiel a su rutina diaria, la pequeña Elsa solía regresar a casa a las 6:15 p.m., pero aquella tarde no llegaba. A las siete de la noche sus padres fueron a preguntar a sus compañeros y el baldazo de agua fría vino cuando escucharon que la niña no había ido a clases. “¡Ya la mataron!”, pensó de inmediato su padre, José Domingo Calderón Silva. Así lo recuerda ahora, mientras caminamos por San Marcos.
Cuenta que fueron a la Policía a pedir ayuda y la respuesta de los agentes fue negativa por la falta de dinero para el combustible. Pasaron dos horas de búsqueda, y cerca de las nueve de la noche unos pobladores avisaron de la presencia de un cuerpo de una niña arrojado en una acequia cercana.
La menor tenía señales evidentes de haber sido violada y asesinada. El cuerpo estaba con las manos y los pies atados. La niña había sido ahorcada. El victimario había usado el cordón de brigadier de la escolar para acabar con sus diez años de existencia.
JUSTICIA AUSENTE
La tragedia se conoció de inmediato en el pueblo. A la mañana siguiente, la Policía detuvo a un menor de 14 años, en calidad de sospechoso. El muchacho estaba drogado. Recién un día después, confesó ser autor del crimen.
Los familiares y vecinos velaron los restos de la pequeña y el lunes 27 de agosto acompañaron el entierro. En el cementerio se respiraba indignación. El violador y asesino estaba detenido, pero la población tenía desconfianza del proceder de las autoridades. Cuando tenía doce años, el mismo muchacho había sido detenido por las rondas de San Marcos por portar un arma. Lo pusieron a disposición de la Policía y durante dos años estuvo en un reformatorio.
Fue entonces que al salir en libertad, y cumplidos los 14 años, el muchacho regresó al pueblo y cometió el crimen contra la niña. Los pobladores sabían de los antecedentes y entonces se preguntaban si era válido seguir confiando en este sistema de justicia.
Algunos consideraron que la violación y la muerte de la niña tenían que pagarse con cadena perpetua. En medio del desconcierto, el fiscal del lugar les señaló que el victimario sería detenido nuevamente por un periodo corto de tiempo “porque era menor de edad”.
Esto empezó a caldear los ánimos de los pobladores. San Marcos es una provincia cuyas organizaciones sociales tienen un sistema de justicia paralelo. Precisamente en Cajamarca, en 1976, se creó la primera ronda campesina en el caserío de Cuyumalca (Chota), ante la inoperancia del Estado para frenar los robos de ganado.
Conforme la noche se aproximaba, la indignación y la desconfianza se apoderaban de los presentes en la plaza principal. La protesta que surgió espontánea y agresiva no fue organizada precisamente por la ronda campesina.
Alguien, en medio de la movilización, comenzó a convocar más personas y a azuzar a la gente presente. Pobladores de los caseríos cercanos se unieron a la protesta.
EL VIOLADOR O LA JUEZA
La magistrada María Castro Chumpitaz, a cuyas manos acababa de llegar el expediente judicial de la niña victimada, fue blanco de las protestas.
La sacaron a la fuerza de su juzgado. La hicieron caminar descalza por las calles. La ataron de pies y manos en la plaza principal. La amenazaron con cortarle el cabello. Tensión. La gente indignada exigía al violador a cambio de la magistrada. Los pobladores querían hacer justicia con el violador. Querían quemarlo.
En comunicación con La República, la jueza recuerda que “fue muy penoso” lo ocurrido. “Fue una experiencia traumática”, y que no había motivo para los excesos cometidos contra ella.
LA ÚNICA CULPABLE
En medio de esa gente indignada estaba Martina Teresa Montoya Lezama. La única persona sentenciada por los excesos cometidos contra la autoridad.
La jueza agraviada recuerda su presencia en el proceso penal e incluso esta le encaró en una de las audiencias. Martina, en cambio, dice que es inocente, que el juez ni la dejó hablar, que participó en la protesta pero no en las agresiones. Martina no tiene ninguna duda de que ella fue condenada porque su pobreza no le permitió librarse del proceso.
Con ella fueron procesados otros tres varones de San Marcos. Los tres contrataron a sus abogados particulares y fueron absueltos en el 2012. En cambio Martina, por falta de dinero, fue defendida por un abogado de oficio del Estado y ahora esta presa.
De los tres jueces que se hicieron cargo del proceso, dos votaron para sentenciar a Martina y uno, Francisco Herrera Chávez, votó en contra porque, desde su punto de vista, no se había demostrado en forma fehaciente su participación en los hechos imputados.
Martina Montoya recibió una pena de 30 años, la mayor pena, incluso supera a la de varios personajes públicos cuyas faltas fueron mayores.
“Estamos atados de manos”, expresa. Según su opinión, el Congreso tiene que hacer una modificación del Código Penal para distinguir hechos como el ocurrido en San Marcos con los secuestros contra autoridades que son cometidos por verdaderas organizaciones criminales.
LA AYUDA ESPERA
“Para el pobre no hay justicia”, expresa indignada una señora en San Marcos. “Pobre señora, yo ni la he visto ese día de la protesta”, señala José Domingo, el padre de la niña víctima. Él también fue procesado penalmente y es uno de los tres absueltos.
José Domingo acaba de ingresar al cementerio de San Marcos junto con su esposa. Abre la reja que resguarda el nicho de flores. Allí observa la fotografía de su hija y coge un peluche que acompaña a la hija ausente.
El adolescente violador, en cambio, salió libre el año pasado y ahora tiene alrededor de 22 años. Se llama Santos Luis Abanto Tirado y en opinión de los pobladores sigue siendo un riesgo para la sociedad.
Mientras tanto, Martina Montoya Lezama ahora comparte una celda con tres internas en el establecimiento de Huacariz. Es domingo 31 de agosto. Día de visita familiar. Hemos llegado al penal junto con sus hermanos Manuel y María Lucina. “Realmente estamos indignados”, expresa Manuel, “nuestra hermana está condenada a 30 años de cárcel solo por exigir justicia”.
“Así como salieron todos a protestar por una causa de una niña muerta y violada, ahora pido que me apoyen, ruego que me ayuden a salir”, expresa Martina antes de despedirnos en la puerta del presidio.
Cuenta que el primer día en el penal no quiso salir ni al patio porque se la pasó llorando en su cuarto. Ahora teje tapetes. “Estoy tejiendo —expresa Martina, escoltada por el llanto— para pensar que estoy libre”.
TIENE MÁS AÑOS QUE UN SENDERISTA
Martina Montoya Lezama fue condenada a 30 años de cárcel. Ella no es asesina, pero cumple una pena mayor a la impuesta contra Alberto Fujimori, condenado a 25 años, por delitos de lesa humanidad. No es subversiva, pero tiene más años de pena que el senderista Osmán Morote o el senderista Óscar Ramírez Durand, «Feliciano».
Es una situación injusta y el mismo juez que la sentenció lo reconoce. Ricardo Sáenz Pascual, el magistrado que actuó como ponente en este proceso, explica que cuando se produce un secuestro la pena mínima es de 20 años, pero cuando el secuestro tiene como víctima a una autoridad (como un magistrado), la pena mínima es de 30 años.
La República