Aún faltan 14 meses para las elecciones presidenciales de Chile. Pero llama la atención que los primeros candidatos en las encuestas de opinión sean los alcaldes de tres distritos de la capital Santiago: su prominencia es una señal de que en Chile, donde la desilusión con la clase política estuvo detrás de una gran ola de protestas hace un año, los alcaldes están menos desacreditados que los parlamentarios o ministros.
Con la excepción de Brasil, que durante mucho tiempo fue un país genuinamente federal, los gobiernos latinoamericanos han estado muy centralizados. Según una base de datos elaborada por la OCDE, un grupo de investigación intergubernamental, el gasto de los gobiernos subnacionales en América Latina equivale a solo el 6% del PBI, en comparación con casi el 10% en la región Asia-Pacífico y el 12% en Europa y América del Norte.
Los alcaldes y gobernadores son responsables del 18% del gasto público total en América Latina, en comparación con más del 35% en Asia-Pacífico. Los gobiernos locales en América Latina recaudan poco de sus propios ingresos, lo que significa que los alcaldes no son plenamente responsables del dinero que gastan.
Esta centralización tiene sus raíces en la historia, en el colonialismo español y en la lucha de las repúblicas incipientes por imponer la autoridad del Estado. Pero no encaja bien en el presente. América Latina está ahora muy urbanizada. Sus megaciudades son violentas, desiguales y tienen una pésima infraestructura. La pandemia ha puesto de relieve muchos de estos problemas.
En muchos lugares, los gobiernos locales y nacionales se vieron abrumados. Pero no en todas partes. En Chile, los alcaldes presionaron para que las escuelas cerraran, para el cierre de sus jurisdicciones y para que el gobierno les consultara. En Colombia, el alcalde de Medellín, Daniel Quintero, utilizó datos y una aplicación para distribuir ayuda durante el confinamiento y rastrear los contactos de las personas infectadas.
Horacio Rodríguez Larreta, alcalde de Buenos Aires, ha marcado un rumbo entre la colaboración con el presidente peronista de Argentina, Alberto Fernández, un enemigo político, y la reapertura cautelosa de la ciudad.
Los alcaldes de Huancavelica, un departamento en los Andes peruanos, han trabajado con funcionarios de salud y escuelas para establecer un rastreo de contactos basado en la comunidad. En las elecciones municipales de Brasil, previstas para noviembre, es probable que muchos alcaldes de las grandes ciudades sean reelegidos debido a su visibilidad durante la pandemia, según varios consultores políticos.
El ascenso de alcaldes es una tendencia mundial. En América Latina, como en otros lugares, esto se debe mucho a su cercanía con la población.
“La gente siente empatía por los alcaldes”, dice Carolina Tohá, politóloga que fue alcaldesa de centroizquierda del centro de Santiago del 2012 al 2016. “Los ven exigiendo cosas (al gobierno central) todos los días y tratando de hacer lo mejor en circunstancias difíciles”.
Ella piensa que muchas de las fallas expuestas por la pandemia, como la desigualdad en el acceso a los servicios, la dependencia del transporte público abarrotado y la falta de buenas viviendas, pueden aliviarse mediante la descentralización.
Carlos Moreno, un urbanista colombiano de la Sorbona, una universidad de París, ha promovido la idea de la “ciudad de 15 minutos”, en la que todos están a un cuarto de hora a pie de los servicios y las instalaciones de ocio. Incluso si solo se aplica parcialmente, esto podría transformar las ciudades latinoamericanas. Y los latinoamericanos, como la gente de otros lugares, quieren más influencia sobre el entorno natural de su zona.
Una mayor descentralización no es una panacea. Puede aumentar la desigualdad regional a menos que vaya acompañada de una redistribución de ingresos. Como pariente pobre, los municipios tienden a carecer de buenos administradores y a menudo son corruptos.
En Perú, más de 2,000 alcaldes han sido acusados de corrupción desde el 2002. Si bien Chile es en general más limpio que sus vecinos, los municipios son más corruptos que otros niveles de gobierno. Sin embargo, estos problemas son en sí mismos consecuencias del centralismo. Los reguladores están lejos y los gobiernos locales no pueden ofrecer buenas perspectivas de carrera para los ambiciosos.
En un momento en que muchos latinoamericanos están hartos de sus democracias, una mayor descentralización podría ser una forma de refrescarlos. Chile es el país a seguir. Este mes está previsto que se vote la redacción de una nueva constitución. Es probable que esto transfiera más poder y dinero a los alcaldes. Tanto Lavín como la izquierda hacen campaña por ello.
En todo el espectro político, el instinto centralista es fuerte. Pero “hay una demanda ciudadana por una mayor descentralización”, dice Tohá. El truco estará en lograrlo haciendo que América Latina sea más, en lugar de menos, gobernable.
Fuente: Gestión